Pueblos sin escritura, sin letras
Pedro de Gante, uno de los primeros franciscanos que llegó a México, informó al rey de España Felipe II, en 1558, que los nativos eran "gente sin escritura, sin letras, sin caracteres y sin lumbre de cosa alguna". Tal fue la primera negación de los valores culturales de los pueblos americanos. El argumento de que los aborígenes carecían de escritura se unió a aquellos que los describían como bárbaros, al margen de la civilización. Juan Ginés de Sepúlveda, el humanista español que contendió con Bartolomé de las Casas en la célebre reunión de Valladolid (1550-1551), donde se discutió la justicia de los procedimientos españoles empleados en la conquista de América, sostuvo que los aborígenes no sólo carecían de cultura sino que no sabían escribir. Sepúlveda leyó las obras de los primeros cronistas sobre la novedad americana con la visión de los humanistas europeos y por ello argumentó que los nativos carecían de escritura y eran incapaces de constituir sociedades civilizadas.
La gran revolución que en Europa sustituyó la cultura oral por la escrita en los siglos XI y XII, introdujo un postulado de consecuencias negativas para los pueblos no occidentales: la noción de que la escritura alfabética era sinónimo de racionalidad. (Fig. 1). Esta idea se generalizó en el Renacimiento e impuso la creencia de que la cultura escrita era el logro más alto alcanzado por la humanidad y el patrón con el cual habría de medirse la historia, la literatura, el derecho, la filosofía, la teología y las ciencias. De modo que en el Renacimiento lo "racional" y prestigioso fue equivalente a la antigüedad clásica, y este modelo se convirtió en el ideal del mundo civilizado. El hombre de letras versado en las culturas de la antigüedad, como Erasmo de Rotterdam, vino a ser el arquetipo del humanista (Fig. 2).
La invención y propagación de la imprenta acentuaron el dominio de la escritura sobre el discurso oral. Como señala Elizabeth L. Einsenstein, la imprenta fue el instrumento que hizo posible poner frente al lector el "original de un texto, mapa, carta o diagrama, libre de los errores del copista". La imprenta contribuyó a desarrollar "una tradición de investigación acumulativa" que revolucionó el conocimiento científico. Los cambios impulsados por la imprenta transformaron las bases que sustentaban el saber y la cultura: "la confianza pasó de la revelación divina al razonamiento matemático y a los mapas hechos por el hombre"
Los primeros en aceptar la superioridad de la cultura escrita sobre la cultura oral fueron los hombres de letras y los reyes españoles, quienes promovieron una política de castellanización de sus posesiones americanas paralela a su asentamiento en esos territorios. Antonio de Nebrija publicó en 1492, el mismo año del inesperado encuentro de Colón con las tierras americanas, su Gramática castellana. Nebrija dedicó su libro a la reina Isabel con el propósito declarado de que sirviera a la unificación lingüística de España y al mejor dominio de las poblaciones que eventualmente pudiera conquistar. El aforismo de que la lengua debería ser el "compañero del imperio", como recomendaba Nebrija, se convirtió en una política efectiva en los territorios que España conquistó en América. La unión de las armas con la difusión del alfabeto y la cultura occidental fue una de las políticas más persistentes de la corona española. Para Nebrija, como para los reyes católicos, enseñar las "cosas de la nación" en el lenguaje de la nación equivalía a una política de integración nacional.
Sin embargo, la subordinación de las innumerables lenguas americanas al imperio de la castellana suscitó el rechazo de los frailes, los responsables del inusitado proyecto de sembrar el Evangelio en la extensa tierra americana. El propósito de imponer el español sobre las lenguas indígenas fue rechazado por los frailes, quienes arguyeron que el mejor modo de cristianizar a los infieles era aprender sus propias lenguas y traducir a ellas los preceptos y la fe de Cristo. Impulsados por sus ideales monásticos, los frailes vieron en la humanidad americana la materia ideal para trasladar al Nuevo Mundo los principios apostólicos de la cristiandad y fundar ahí una verdadera Iglesia, semejante a la de los primitivos apóstoles. Inspirados por estos ideales se apresuraron a indagar el origen de esos pueblos y esa curiosidad los llevó a reconocer sus diversas formas de registrar el pasado.
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Los registros históricos mesoamericanos
Desde los primeros días de la invasión europea los soldados y los frailes reconocieron la presencia de libros en los pueblos indígenas. Al entrar en la región de Cempoala, en la costa de Veracruz, Bernal Díaz del Castillo escribió: "Hallamos las casas de ídolos y sacrificios [...] y muchos libros de su papel, cogidos a dobleces, como a manera de paños de Castilla". Por su parte, el fraile franciscano Toribio de Benavente (Motolinía), advirtió que los naturales de Nueva España tenían libros "de caracteres y figuras, que esta era su escritura, a causa de no tener letras, sino caracteres".
Walter Mignolo ha mostrado que la afirmación de que los aborígenes de América eran pueblos salvajes se apoyaba en el argumento de que carecían de escritura alfabética (que era el símbolo de cultura para los hombres del Renacimiento), y por lo tanto de registros históricos válidos, cuyo modelo eran los relatos griegos (Heródoto y Polibio) y romanos (Tácito). Para los humanistas europeos la escritura alfabética era el mayor logro de los pueblos civilizados y el registro histórico, una de sus expresiones más altas. El jesuita José de Acosta, un representante conspicuo de esa tradición, usó esos criterios para evaluar las tradiciones históricas de los pueblos de México y Perú, que él había conocido durante una fructífera estancia que lo llevó a escribir más tarde su famosa Historia natural y moral de las Indias. Como todos los intelectuales de ese tiempo, Acosta se comunicaba con sus pares por medio de cartas (lettere). Por esta vía se puso en contacto con el jesuita mexicano Juan de Tovar, quien entonces vivía en la Nueva España y con el cual sostuvo una interesante correspondencia entre 1586 y 1587.
Por esos años Juan de Tovar era uno de los frailes que mejor conocía las antiguas tradiciones históricas de México, pues había concluido una recopilación de ellas, que desafortunadamente hoy sigue perdida. Conociendo el interés de Acosta por estos temas, le envió un resumen manuscrito de su citada recopilación. Acosta agradeció vivamente esa cortesía y aprovechó el intercambio epistolar para plantearle las dudas que le preocupaban: ¿Qué autoridad tienen esas historias? ¿Cómo pudieron los indios, sin escritura, conservar por tanto tiempo la memoria de tantas y tan variadas cosas?
A la primera duda Tovar respondió que para componer su historia tuvo a la mano "las librerías" reunidas por los nativos más sabios de México, Texcoco y Tula, quienes habían sido convocados para ese propósito por el virrey Martín Enríquez. El mismo virrey le encargó al padre Juan de Tovar componer con todo ello una relación en español. Tovar le comentó a Acosta que entonces vio "toda esta historia con caracteres y hieroglíficos, que yo no entendía, y así fue necesario que los sabios de México, Tezcoco y Tulla se viesen conmigo", para traducirlos y explicarlos. Así, con el apoyo de esa "librería" y la asesoría de expertos en las antiguas tradiciones toltecas, Tovar compuso "una historia bien cumplida", que se perdió cuando fue enviada a España. Agrega que también aprovechó "un libro que hizo un fraile dominico [se refiere a la notable Historia de las Indias de Nueva España de fray Diego Durán...] que estaba el más conforme a la librería antigua que yo he visto". Basándose en esta obra y en los datos que conservaba en la memoria, Tovar escribió el relato histórico que envió a Acosta, y arguye que esa es la autoridad que tiene su historia: el estar basada en los "caracteres y hieroglíficos" conservados por los nativos más sabios de Nueva España.
A la segunda pregunta: ¿cómo podían los indios, sin escritura, conservar memoria de tantas cosas? Tovar respondió con lo siguientes argumentos:
digo, cómo queda definido, que tenían sus figuras y hieroglíficos con que pintaban las cosas, en esta forma: que las cosas que no había imagen propia tenían otros caracteres significativos de aquello y con estas cosas figuraban cuanto querían. Y para memoria del tiempo en que acaeció cada cosa [...tenían un cómputo del tiempo cada 52 años], que era como un siglo y con estas ruedas tenían memoria de los tiempos en que acaecían las cosas memorables, pintándolo a los lados de las ruedas con los caracteres que queda referido.
El padre Tovar admite que esas "figuras y caracteres con que escribían las cosas, no era tan suficientemente como nuestra escritura". Es decir, aceptaba que no había una correspondencia exacta entre las pinturas y la interpretación que de ellas hacían quienes las leían o traducían. Dice, por tanto, que los lectores de esas imágenes y caracteres "sólo concordaban en los conceptos". Añade que para guardar con fidelidad la memoria de esas imágenes y caracteres había oradores y poetas, expertos en su conservación mediante "la continua repetición" de los cantares. De este modo, decía, todo "se les quedaba en la memoria, sin discrepar palabras".
Al igual que Tovar, otros frailes seducidos por las antiguas culturas mesoamericanas describieron con precisión los métodos ideográficos y orales que habían desarrollado para preservar sus tradiciones. Francisco de Burgoa, un fraile familiarizado con la notable escuela de libros pintados de Oaxaca, escribió:
Entre la barbaridad de estas naciones se hallaron muchos libros a su modo, en hojas o telas de especiales cortezas de árboles [...] y las curtían y aderezaban a modo de pergaminos [...]donde todas sus historias escribían con unos caracteres tan abreviados, que [en] una sola hoja plana expresaban lugar, sitio, provincia, año, mes y día [...] y para esto a los hijos de los señores a los que escogían para el sacerdocio enseñaban, e instruían desde su niñez haciéndoles decorar aquellos caracteres y tomar de memoria las historias y de estos mesmos instrumentos he tenido en mis manos, y oídolos explicar a algunos viejos con bastante admiración, y solían poner estos papeles, o como tablas de cosmografía pegados a lo largo en las salas de los señores, por grandeza y vanidad, preciándose de tratar en sus juntas y visitas de aquellas materias.
En otras regiones los europeos no encontraron libros pintados o registros pictográficos de las cosas pasadas, pero advirtieron la presencia de distintos procedimientos y técnicas creados para recoger los sucesos históricos. Por ejemplo, fray Bartolomé de las Casas observó lo siguiente:
En algunas partes no usaban esta manera de escribir [los códices], sino que la noticia de las cosas antiguas venían de unos a otros, de mano a mano. Tenían en ello tal orden para que no se olvidasen [...]que se instruían en las antigüedades cuatro o cinco [personas], y quizá más, por lo que oficio de historiadores usaban, refiriéndoles todos los géneros de cosas que pertenecían a la historia, y aquéllas tomábanlas en la memoria y hacíanselas recitar, y si el uno de alguna cosa no se acordaba, los otros se la enmendaban y acordaban.
Estos y otros testimonios muestran que los soldados y los religiosos europeos reconocieron los libros pintados, las formas orales (cantos) de rememorar el pasado, y las escuelas donde se enseñaban y transmitían esos conocimientos, como técnicas indígenas especializadas en la recolección de la memoria histórica. Sin embargo, les confirieron el rango de artefactos inferiores a la escritura alfabética y ubicaron a esas naciones en el escalón que correspondía a los "pueblos sin escritura".