REFLEXION
¿QUÉ PASARÁ DESPUÉS?
El hombre en su afán de conocerlo todo va dejando como huella a su paso por la vida el dilatado campo de las ciencias, del progreso y de la cultura. El deseo de conocimiento, el ansia de saber es algo propio de la esencia humana. El conocimiento es el alimento del espíritu y por eso el hombre alcanza su perfección mediante la vida de la idea.
Conocer es el movimiento espontáneo de todo hombre y como prueba de ello tenemos las ciencias que no son otra cosa sino el exponente de la actividad intelectual del hombre. Considero que hombre y ciencia son términos de una misma ecuación. Vida humana. Las ciencias todas y en especial al filosofía va marcando el ritmo de la vida del hombre. Con el progreso científico se manifiesta claramente ese deseo innato al hombre, la filosofía misma no es sino la respuesta a esa pregunta que siempre se ha formulado el hombre ¿qué es el ser? Y a esta pregunta responden los distintos sistemas filosóficos pretendiendo todos haber alcanzado la verdad.
La investigación científica ha alcanzado ciertos triunfos, se ha llegado a un conocimiento más perfecto y determinado de las cosas, se han descubierto las leyes y principios que rigen los distintos aspectos de la realidad. Se ha penetrado en la esencia misma del ser, se ha casi llegado a la verdad y sin embargo, que difícil resulta poseer la verdad.
La verdad es el objeto del conocimiento humano, todos anhelamos conocer la verdad y realmente hemos alcanzado ciertas cimas en este camino ascendente hacia ella, pero en el fondo queda siempre la misma pregunta ¿qué es la verdad?, la verdad no puede separarse del ser, por ello se establece una clasificación de la verdad: ontológica, lógica y moral, es decir, verdad del ser, verdad del conocer y verdad del deber ser, o lo que es lo mismo, la verdad ofrece distintos matices como las facetas del diamante, reflejan en una gama múltiple e tridicente el rayo de luz.
Pero si surgen distintos aspectos o matices de la verdad, cabe preguntar por su origen. Y es aquí en donde los hombres, tanto el científico como el filósofo se pierden en los senderos del conocimiento porque en el fondo les falta la sinceridad suficiente para llegarse a un primer principio o causa de la verdad misma, es decir, una causa incausada como decía Aristóteles, que en resumidas cuentas es el origen de todo cuanto existe. Dicha causa u origen de todas las cosas es un ser perfectísimo e independiente, es el “Supremo hacedor”, como lo llamaba Justo Sierra o para decirlo con su nombre propio, es Dios.
El hombre, en su marcha hacia la verdad se ha encontrado siempre ante un hecho realísimo e innegable, su propia destrucción por la muerte. Las ciencias e inclusive la filosofía han llegado al conocimiento de las causas, pero al acercarse a los dinteles de la muerte, como que se estremecen y sienten miedo para seguir adelante... Y es que la muerte marca un fin. Es la última hoja que se escribe en el Libro de la Vida, es el instante postrero de la existencia, es la penetración en lo desconocido, el adelantarse en las regiones llamadas del “más allá”, es que la muerte para decirlo con la palabras de nuestro inmortal Manuel Acuña es “el astro a cuya luz desaparece la distinción de esclavos y señores”.
Por más que el hombre ha progresado en el camino de las ciencias no ha podido llegar a descubrir el misterio que envuelve a la muerte, y por ello surge la pregunta ¿y después qué? ¿qué hay después de la vida? ¿que hay después de la muerte?.
La filosofía al determinar la naturaleza del alma humana, forma substancial del hombre, le atribuye como característica la racionalidad, es decir la espiritualidad y por ende la inmortalidad.
La vida de la razón, de la idea, en último término, se realiza de una manera inmaterial, más aún, sobre la misma materia. Si en el hombre entonces existe algo que no es materia, no puede destruirse simultáneamente con la destrucción de la vida, la muerte no debe alcanzar a ese principio espiritual que integra la vida del hombre, por eso filosóficamente la muerte se define como la separación de las partes integrantes del hombre; la separación de la animalidad y de la racionalidad o para decirlo con palabras más comunes, la separación entre el cuerpo y el alma.
Esto dice la sana filosofía, pero el hombre no siempre quiere admitirlo porque siempre siente un amor muy natural a la vida, y ante la muerte le parece llegar el momento de su destrucción total. Pero no... el mismo Juan Jacobo Rosseau exclama “aunque no tuviera otras pruebas sobre la inmortalidad del alma que el triunfo del malvado y la opresión del inocente, esto sólo me impediría a ponerlo en duda. Tan estrindente disonancia en la armonía universal me empujaría a buscarle una solución y me diría, para nosotros no acaba todo con la vida, todo entra en orden con la muerte”.
En efecto, no puede terminar la vida humana bajo la fría losa sepulcral, el hombre no se desvanece en las regiones de la nada, cuando lo abriga su seno, la hospitalaria calma de la madre tierra, es cierto que el espesor de una piedra envuelve un hondo misterio, abajo todo es noche, abajo está la muerte; arriba en cambio todo es día, arriba está la vida.
Vida y muerte son realidades que se excluyen mutuamente, por eso Becquer el sentimental poeta sevillano se preguntaba:
¿Vuelve el polvo al polvo?
¿Vuela el alma al cielo?
“Podredumbre y cieno, no sé; pero hay algo, que explicar no puedo”.
Y es que ante la muerte toda la explicación científica o humana enmudece, hay algo que envuelve a la muerte en el velo del misterio, y jamás el conocimiento humano será capaz de descifrar.
Por eso se impone insistente la pregunta: ¿qué pasará después? La filosofía nos dice, y la razón lo confirma que no puede acabar todo en la tumba, luego entonces si no todo termina con la muerte, si como dijera nuestro Manuel Acuña.
“Ni es la nada el punto en que nacemos, ni el punto en que morimos es la nada”.
¿Qué pasará después? Y después ¿qué?... pregunta aterradora y llena de inquietud que jamás podrá contestar el hombre si quiere hacerlo con las fuerzas solas de su imperfecta inteligencia.
Es cierto que por la razón nos remontamos a la vida del conocimiento, al mundo de la idea, pero ante la prosaica realidad de un cadáver, la ciencia se torna impotente para explicar lo que hay después de la muerte y la pregunta permanece: ¿Qué pasará después? ¿Y después qué?
La respuesta nos la da con su verbo elocuente y profundo nuestro indómito y altivo Antonio Plaza:
“Si es la tumba el ocaso de la vida, de otra vida la tumba es el oriente”.
Pero esa otra vida ¿Cómo es posible conocerla? La ciencia y la misma filosofía se han declarado impotentes para descorrer los velos del misterio. Luego entonces el conocimiento científico reconoce su flaqueza y no queda más recurso que buscar en otra parte la respuesta a la pregunta.
El hombre viene a la vida y ciertamente de él no depende el existir, al realizar su vida demuestra también la fragilidad de su propia realidad y si el hombre recibe el don de la vida ciertamente lo recibe de sí mismo o por su propia virtud; debe haber algo que explique la existencia humana. Ese algo, es el motor inmóvil, como llamara Aristóteles a Dios. Luego entonces la filosofía, con todo y la perfección que implica, nos lleva necesariamente a otro conocimiento y sobre todo a la fuente misma de la vida: El Gran Arquitecto del Universo”.
JULIAN GUTIERREZ CORTEZ