Secuestro o mascarada
Ayer, una falsa amenaza de bomba formulada por un individuo estrambótico y delirante en un vuelo de Aeroméxico que cubría la ruta de Cancún a esta capital fue convertido, por las autoridades federales y por la mayoría de los medios, en algo parecido a una crisis de seguridad nacional. Se habló, con suma irresponsabilidad, de secuestro aéreo, pese a que el agresor no logró hacerse con el control del avión, los pilotos del aparato no dieron satisfacción ni a la menor de sus exigencias, en ningún momento estuvo en riesgo verosímil la integridad física de nadie y la aeronave cubrió la ruta prevista y en el tiempo planificado.
Sin afán de minimizar el hecho delictivo protagonizado por el predicador de origen boliviano, es claro que el episodio debió ameritar un manejo más discreto y eficiente que la espectacular movilización montada por la Secretaría de Seguridad Pública (SSP) federal y que de ninguna manera pudo justificar los atropellos cometidos por agentes policiales contra la totalidad de los pasajeros masculinos, los cuales fueron esposados, arrestados e interrogados como sospechosos.
A decir de los pasajeros, nadie a bordo del vuelo 576 se enteró del “secuestro” hasta que el aparato se encontraba ya en tierra, en su destino final, el Aeropuerto Internacional de la Ciudad de México, donde aterrizó a tiempo: ese vuelo tiene previsto aterrizar a las 14 horas y a las 14:37 los viajantes y la tripulación ya abandonaban la nave, lo que constituye una demora irrelevante, explicable acaso por los desplazamientos de la aeronave hacia una zona de emergencia, lo cual sugiere que el presunto secuestrador no hizo ningún esfuerzo por retenerlos en rehenes en el aparato y que no hubo ningún contacto de negociación con las autoridades: en suma, todo indica que ni los pilotos ni los jefes policiales en tierra se tomaron en serio la amenaza –posiblemente porque desde un primer momento decidieron confiar en los controles e inspecciones aplicados a los pasajeros en el aeropuerto de Cancún antes del abordaje– y que el episodio fue deliberadamente exagerado y dramatizado, ya fuera para distraer la atención pública de las recientes pifias gubernamentales, para lucimiento personal e institucional del secretario de Seguridad Pública federal, Genaro García Luna, o con otro propósito. Sea como fuere, resultan deplorables el desfiguro y el afán de causar alarma y desasosiego en la sociedad.