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 La concepción occidental de la historia versus las otras memorias del pasado (LDCIII)

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ocelotlvuh
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MensajeTema: La concepción occidental de la historia versus las otras memorias del pasado (LDCIII)   La concepción occidental de la historia versus las otras memorias del pasado (LDCIII) Icon_minitimeVie Mayo 07, 2010 1:48 pm

La concepción occidental de la historia versus las otras memorias del pasado

Como se advierte por los textos citados, si es verdad que los europeos reconocieron las extrañas formas de recoger y transmitir el pasado de los pueblos americanos, jamás les otorgaron el mismo valor que a la escritura alfabética. Las formas que diferían de ese canon fueron consideradas inferiores y tachadas de no escritura. Esta primera descalificación fue seguida por la desvalorización de las técnicas mesoamericanas para representar el pasado: como éstas no imitaban el canon establecido por Tucídides o Polibio, recibieron el calificativo de ineptas para transmitir los acontecimientos pasados. Así, como dice Walter Mignolo, la complicidad entre la escritura alfabética y el modelo grecorromano del discurso histórico se confabularon para decretar que los registros americanos del pasado no llenaban los requisitos de la verdadera historia.



Edouard Glissant sostiene que historia y literatura fueron los instrumentos que el imperialismo occidental manejó para suprimir o subyugar las formas de registrar el pasado propias de otras culturas. Su argumento se resume en el texto siguiente, donde dice que para occidente la historia era un instrumento funcional que nació precisamente en el tiempo cuando éste parecía "hacer" sólo la historia del mundo (...) En esta fase Historia se escribe con H mayúscula. Es una totalidad que excluye las otras historias que no casan con la de occidente [...Al mismo tiempo la] escritura alcanzó una suerte de metaexistencia, se convirtió en un signo sagrado todopoderoso, que permitía a los pueblos que la poseían gobernar con ella e imponerla a los pueblos de civilización oral [...]



En la famosa Monarquía indiana del fraile franciscano Juan de Torquemada, se encuentra un pasaje acerca de los modos de recoger el pasado de los nativos de Nueva España que adopta los criterios del etnocentrismo occidental para descalificarlos. En ese pasaje Torquemada asentó:

Una de las cosas que mayor confusión causan en una república y que más desatinados trae a los hombres que quieren tratar sus causas es la poca puntualidad que hay en considerar sus historias; porque si la historia es una narración de cosas acaecidas y verdaderas y los que las vieron y supieron no las dejaron por memoria, será fuerza al que después de acaecidas quiere escribirlas, que vaya a ciegas en el tratarlas, o que en cotejar las varias que se dicen gaste la vida y quede al fin de ella sin haber sacado la verdad en limpio. Esto (o casi esto) es lo que pasa en esta historia de Nueva España; porque como los moradores antiguos de ella no tenían letras, ni las conocían, así tampoco no las historiaban.



Como se advierte, la descalificación de Torquemada se funda en la afirmación de que los americanos no tenían escritura (letras), sino pinturas. Y las pinturas, decía el fraile, no concordaban en la transmisión del conocimiento, por lo cual "era fácil variar el modo de la historia y muchas veces desarrimarla de la verdad". Dicho de otro modo, la representación americana del pasado no era exacta ni confiable, pues permitía diversas interpretaciones y en lugar de aproximarse a la verdad de las cosas se apartaba de ella.

El rebajamiento de los valores culturales americanos alcanzó uno de sus momentos exaltados durante la Ilustración. Desde mediados del siglo XVIII algunos de los autores más influyentes de esa corriente, entre ellos el conde de Buffon, el abate Raynal, Cornelius de Paw y el destacado historiador escocés William Robertson, coincidieron en afirmar que el continente americano tenía un clima que apocaba a las criaturas humanas y sofocaba el intelecto. Según esta interpretación los pobladores nativos no habían rebasado los umbrales de la edad de piedra, y a pesar del caudal de talentos que trajo consigo la invasión europea, las letras y las ciencias mantenían un nivel rudimentario.



Durante los siglos XIX y XX el etnocentrismo occidental combatió las culturas no europeas con el arma de la escritura alfabética. Los lingüistas consideraron el alfabeto como la expresión más alta de la vida civilizada y con esa vara midieron las culturas americanas, asiáticas y africanas. Los estudiosos de la escritura concibieron la escritura alfabética como el último peldaño de una larga marcha que comenzó con los dibujos y pictografías más elementales, prosiguió con los diferentes tipos de escritura silábica y culminó con el alfabeto. Uno de los líderes de esta escuela evolucionista, I.J. Gelb, escribió que ninguna de las culturas del Nuevo Mundo, incluidos los mayas, había tenido la capacidad intelectual para alcanzar el nivel de la escritura fonética. Para Gelb, las "llamadas escrituras mayas y aztecas" no corresponden "propiamente a la escritura sino a sus antecedentes". Estas calificaciones peyorativas situaron a los pueblos americanos en el umbral más bajo de la civilización y contribuyeron a levantar la espesa barrera que por largo tiempo impidió el desciframiento de escrituras como la maya.



La obsesión por la escritura y el olvido de los principales transmisores de la memoria indígena

La obsesión por equiparar los registros históricos americanos con la escritura alfabética no sólo impidió conocer la verdadera naturaleza de éstos, sino que restringió el análisis de la recuperación histórica a sus formas escritas. Esta fijación en la escritura produjo una de las distorsiones mayores en la comprensión de los sistemas aborígenes de registrar, almacenar y transmitir el pasado, pues en Mesoamérica éstos han sido y son en la actualidad principalmente orales, visuales, rituales y calendáricos. Sin embargo, por casi cinco siglos los estudiosos del pasado americano formados en el canon occidental concentraron su atención en los testimonios escritos, dejando casi sin explorar el inmenso continente de las tradiciones no escritas.



En contraste con la memoria del historiador contemporáneo, concentrada en el texto escrito y dependiente de él, la memoria indígena utilizó diversas vías para rescatar el pasado y heredarlo a las generaciones futuras. Entre esa variedad de artefactos sobresalen cinco modos de transmisión de mensajes que han llegado hasta nosotros sin perder su fuerza evocadora.



Ritos y ceremonias. Uno de los principales difusores de símbolos y valores sociales fue el rito y las ceremonias religiosas que se verificaban en épocas precisas del año. En esas ceremonias el canto, la danza, los discursos, la música y la escenografía que se desplegaba en los templos y plazas unían al individuo con la colectividad. Al participar en estos actos multitudinarios, cada persona recibía los mensajes que emanaban de la ceremonia y se convertía, a su vez, en un transmisor de la memoria colectiva. De este modo, al repetir regularmente el lenguaje y el simbolismo de la ceremonia en fechas precisas, el rito vino a ser en uno de los más fieles conservadores de las antiguas tradiciones entre las nuevas generaciones.



Las imágenes visuales. El lenguaje de la imagen fue otro portador de mensajes perdurables entre los pueblos de Mesoamérica. Desde la fundación de los primeros cacicazgos los gobernantes produjeron poderosas imágenes plásticas para transmitir mensajes al conjunto de la población y crear un sistema unificado de valores y comportamientos sociales. Quizá en los tiempos más remotos los medios privilegiados fueron el rito y el mito, que se transmitían de manera oral. Más tarde, cuando surgieron las primeras ciudades, la arquitectura, la escultura, la pintura y otras artes fueron los vehículos seleccionados para plasmar nuevos símbolos y transmitirlos a diversos sectores de la población (Fig. 11 Copán).

Los mensajes visuales transmitidos por la pirámide, la estela y los templos y palacios erigidos en el centro ceremonial de la ciudad comunicaban una idea sumaria acerca del origen del cosmos, el sentido de la vida humana y la finalidad última de los reinos. Si juntamos los distintos objetos visuales que los olmecas, los mayas o los teotihuacanos grabaron en el corazón de sus ciudades, veremos aparecer en forma sucesiva las imágenes deslumbrantes de la Montaña Primordial donde se guardaban las semillas nutricias y las aguas fertilizadoras, el árbol cósmico que reproducía los tres espacios verticales del universo, la cancha del juego de pelota que celebraba la victoria de los Gemelos Divinos sobre las potencias destructivas del inframundo, los templos dedicados a lo dioses creadores y a los patrones de la ciudad y las estatuas del gobernante en su triple papel de capitán de los ejércitos, supremo sacerdote de los cultos y primer agricultor y dispensador de las cosechas.



Esta representación visual era una lección didáctica que describía a los pobladores de la ciudad, y a sus asombrados visitantes, los momentos cruciales que le dieron forma a la nueva era del mundo, el orden que había surgido de esa génesis y los valores que normaban la vida de los habitantes del reino. Podría decirse que los pobladores de las ciudades de Mesoamérica, al igual que los de las antiguas ciudades griegas, vivían en una suerte de ciudad museo, literalmente colmada de monumentos y símbolos que aludían a los acontecimientos fundadores del reino. Fue ésta una imagen que los gobernantes estamparon en cada ciudad que construyeron y cuya lección repetían una y otra vez en las ceremonias que año con año celebraban el origen de los dioses, los seres humanos, las plantas cultivadas y la grandeza del reino. La repetición de estas imágenes identificaba a los pobladores con los rasgos propios de su etnia y desplegaba su singular tradición histórica, distinta a la de los pueblos con quienes competían y convivían.



Los calendarios. Entre los conductores más efectivos de la memoria indígena sobresale el calendario. Los ritos regis trados en el calendario mesoamericano ponen de relieve dos tipos de procedimientos nemotécnicos. El primero es un registro minucioso de las tareas agrícolas que deberían realizar los campesinos a lo largo del año para obtener una buena cosecha. Era la memoria agrícola de la colectividad campesina condensada en un calendario ritual manejado por los gobernantes.



Con el transcurrir del tiempo el antiguo calendario campesino que prescribía las tareas agrícolas y festejaba a los dioses de la fertilidad se unió con la memoria política del reino. Desde sus orígenes, los creadores del calendario vincularon las tareas que aseguraban la sobrevivencia del grupo con la recordación del origen del reino y el establecimiento del linaje gobernante. Se advierte, asimismo, que el origen del calendario es inseparable de la fundación del reino, el poder que hizo del antiguo calendario campesino una institución del estado, cuya normatividad se impuso al conjunto de la población. Los actos y efemérides que celebraba este calendario indican que los ritos agrícolas se habían convertido en celebraciones políticas.

El mito. Como se ha visto antes, el mito fue uno de los artefactos culturales más eficaces para recoger la experiencia humana y transmitirla a otros grupos mediante un lenguaje económico y seductor. Una primera cualidad del mito es su concentración en los acontecimientos relativos al origen del cosmos y las primeras fundaciones humanas. El mito revela, con el lenguaje maravilloso de la simplicidad, los misterios del mundo sobrenatural y el significado de las acciones humanas.

Al fabular la creación primigenia del cosmos el mito estableció también la clave para las creaciones posteriores, pues para ser verdaderas éstas tuvieron que repetir el modelo original. De modo que el relato de la primera creación del cosmos contiene la estructura narrativa, el lenguaje y los símbolos que servirán para dar cuenta de las creaciones y fundaciones subsiguientes.

El mito comparte con la historia la obsesión por los orígenes. Pero a diferencia de ésta, no tiene interés por los acontecimientos que siguen al momento primordial de la creación y se desenvuelven en el tiempo. Rechaza que el presente o el futuro puedan alterar el sentido de la primera creación. El cometido del mito es que el presente y el futuro se mantengan fieles al pasado, al momento original en que se manifestó por primera vez el sentido último de las cosas.



Jan Vansina observó que los mitos que narran la creación del cosmos, los ritos que escenificaban el comienzo del año agrícola o los cantos que relataban el origen del pueblo o la fundación del reino, eran tradiciones orales concentradas en trasmitir mensajes importantes para la colectividad. El fin último de este mensaje, repetido y recreado incesantemente por cada generación, era fortalecer la identidad del grupo étnico y los cimientos del reino.



El códice. La tradición occidental, tanto en su versión europea como americana, privilegió el estudio de los códices o amoxtli, lo más similar al libro. Como se ha visto, en Mesoamérica se crearon toda suerte de libros pintados con imágenes y glifos donde se guardó la memoria de los acontecimientos que se deseaba conservar y transmitir a las siguientes generaciones. En los libros pintados se había reunido el saber acumulado sobre los dioses, las ceremonias religiosas, los calendarios y cómputos astronómicos, el conocimiento acerca de las plantas y animales, las dimensiones geográficas del territorio, el inventario de las riquezas del reino, la relación de las provincias sometidas y de los tributos que pagaban, la genealogía de los reyes y familias nobles, y los relatos que narraban los avatares del grupo étnico, desde los orígenes de la creación del mundo hasta los tiempos presentes.



Desde la época clásica, el libro pintado se había convertido en el instrumento privilegiado para registrar y ordenar la memoria del pasado. Los restos que han quedado de esa tradición indican que los mayas y los pueblos de la región de Puebla y la mixteca oaxaqueña sobresalieron en la manufactura de códices. En esa época el códice era el utensilio ideal para almacenar la mayor cantidad de conocimientos sobre el pasado, y un instrumento capaz de sistematizar información especializada sobre cualquier área del ámbito sobrenatural o profano. Reunía las cualidades que hoy apreciamos en el libro: economía de recursos para recoger y ordenar conocimientos diversos, facilidad para actualizar y renovar la información acumulada, variedad de tamaños y formas, y disponibilidad para la consulta y lectura.

La persistencia del canon occidental

Sin embargo, el gran obstáculo para reconocer el valor de las técnicas mesoamericanas para recoger y transmitir el pasado continuó siendo la persistente adhesión al canon occidental. La mayoría de los historiadores, particularmente los que se ocuparon del mundo indígena, valoraron los sistemas de comunicación americanos con el canon occidental. Para los lingüistas, los estudiosos de la escritura y los historiadores occidentales, la escritura se inventó para registrar el lenguaje hablado. En consecuencia, los signos que no eran fonéticos no podían ser estimados como escritura; cuando más fueron vistos como una prefiguración de la verdadera escritura. Incluso los expertos en la escritura jeroglífica maya, la única escritura americana verdaderamente fonética, excluyeron los glifos aztecas y mixtecos del rango de la auténtica escritura.



Quizá lo que más alarma es constatar que el canon occidental sigue campeando en nuestros días, como lo muestra con fuerza Elizabeth Boone con dos ejemplos persuasivos. Por un lado cita el comentado libro de Tzvetan Todorov (La conquête de L'Amerique, 1982), cuyo propósito era hacer un análisis de los sistemas de comunicación para desentrañar como se manifestó la otredad en el descubrimiento y la conquista de América. Sin embargo, si su objetivo era revelar la concepción europea del otro, o sea del nativo americano, incurrió en contradicciones sorprendentes. Todorov, como observa Boone, al tratar de registrar y representar el punto de vista mexica no se basa en las obras pictográficas o escritas de éstos, sino en fuentes europeas. "Ve a los aztecas derrotados por los signos, dominados por la retórica y los sistemas simbólicos superiores del conquistador". De modo que como advierte Boone, este libro viene a ser otra conquista, una "conquista discursiva" de los antiguos mexicanos.Por otro lado está el libro de Hugh Thomas (Conquest. Montezuma, Cortés, and the Fall of Old México, 1993), que propone una nueva interpretación de la conquista de México. Pero aun cuando Thomas recurre a textos nauas, se basa principalmente en fuentes españolas. Así, Boone concluye que "al privilegiar los textos y perspectivas europeas, estas obras se ubican en la vertiente de la literatura histórica dominada por el discurso occidental moderno (y posmoderno) sobre los otros".
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